20 abril 2006

Cuento: Santiago estéreo

Son pasadas las 6 de la mañana, subo al bus como todos los días para ir desde Viña del Mar a Santiago. Al poco andar se comienza a escuchar un ronquido que con el pasar de los minutos se comienza a transformar en una especie de rugido. No soporto más, y grito “¡déjense de roncar!”.

Me bajo en Metro Pajaritos, parece la entrada a un concierto de rock, cientos de personas peleando por pasar por los torniquetes: una señora de edad que no sabe donde se ingresa el ticket, un muchacho que lleva tantas mochilas abultadas como si fuera al Tibet de vacaciones, un señor que pasa la tarjeta y no tiene saldo suficiente, otra señora que no encuentra el ticket (supongo) y registra su cartera, sus bolsillos, y pone cara de víctima. Me harto de todos y les grito desde atrás “¡pasen de una vez por todas desgraciados!”, ni ápice de mayor agilidad y vuelvo a la carga “ya pos tropa de inútiles, muevan el traste”, y nadie se atreve a reclamar. El ruido del caminar endeble se aloja en mis oídos, es como si todos cojearan al caminar.

Para por fin el metro, tengo unas 20 personas rodeándome, esto se viene duro: “agghh, no me aprietes hijo de puta”, “chucha que estás apurada weona de mierda”, “me pisaste mis zapatos nuevos vieja culiá”. Por fin quedo pegado a la puerta trasera del vagón y nadie hace un mea culpa acerca de lo animales que fueron para entrar, algunos se arreglan la ropa, otros revisan sus pertenencias, pero nadie me dice o responde nada, sólo atinan a mirar el techo del vagón o el cartel de las estaciones, alienados, con el alma abducida, hechos unos zombies. El ruido del metro sobre los rieles es monótono, agresivo, y el viento contaminado que se cuela por las ventanillas sólo hace que el rugido del motor se vaya en asiento y asiento.

Pasan unos minutos y escucho por el parlante “Metro Los Héroes, lugar de combi…” ... Noooo!!! Si Pajaritos fue un desastre, esto se viene peor. Se abren las puertas, tratan de bajar unas tres personas desesperadas, cuando se arroja una “jauría” de personas, todos con cara de furia, de frustraciones periódicas, de “ahora sí que lo logro”. Y así no más fue: codazos para entrar, rodillazos para hacer espacio hacia delante, empujones y manotones por doquier. Si estaba antes algo apretado ahora es asfixiante, no soporto más y grito hacia la puerta “esperen el otro tren mierdas, no ven que está lleno, no cabe nadie más”, justo el conductor dice “comienza el cierre de puertas” y le grito hacia su cabina “no debiste abrir la puerta infeliz, como tú vas re cómodo”. Y nadie es capaz de enfrentarme, todos respiran hondo, miran el techo del vagón, miran su reloj, ponen cara de preocupados, de angustia, y nadie me responde. Y sigue el tacataca del vagón, más aún, el conductor hace sonar una bocina como si fuera un tren.

Metro Los Leones, me corro como puedo hacia la puerta: “córrete gil”, “saca tu bolso vieja fea”, “permiso por favor”, “¡permiso!”. Y nadie me dice nada, todos siguen su curso, su camino de zombies, nadie hace atino a contestarme. El ruido de los encontronazos lo siento en cada parte de mi cuerpo que recibo un golpe.

Ya en la calle compro cigarrillos en un boliche, y la persona que allí atiende sí me escucha. Allí me doy cuenta que todas las personas a las cuales hablé e insulté en mi recorrido iban con sus audífonos: los del walkman, los del personal CD, los del MP3 Player, los del celular, y quizás alguno de palo para escuchar sólo el silencio.

¡Todos van con audífonos! No quieren escuchar el ruido del vagón, los insultos del resto de los pasajeros, los alegatos, el ruido de los pasos, el viento que se cuela en los túneles, el respirar de los zombies que – como ellos mismos – sólo aspiran a escuchar su propio ruido en formato estéreo. Es ahí cuando comprendo porqué nadie interpela a nadie.

Ya son las 19:30 hrs. y voy camino a Viña del Mar, no llevo audífonos, lo que me permite escuchar el ruido del motor del bus que me anuncia la cercanía que tengo del ruido de las olas, del follaje de árboles añosos agitándose por el viento, de la llave como entra en la cerradura, y de cómo mis niños gritan “Hola papito, que bueno que llegaste”. No necesito audífonos, prefiero escuchar.
 
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