30 junio 2007

Cuento: Se atraca en el puerto, no en la playa.


Valparaíso, a finales de los ochenta. Corrían los hermosos años de la Universidad, donde lo único importante era aprobar los ramos, pololear, y el presupuesto se ajustaba a lo que recibías de mesada, no había deudas, proyectos de vida ni responsabilidades mayores. ¿Idílico, no?

En esa época estaba pololeando con una porteña algo mayor que yo. Era una morena muy atractiva, y tenía especial predilección por ir al muelle Prat de noche; a esas horas las lanchas descansaban, había gente pescando, sólo las grúas se movían con agilidad moviendo mercancías entre los barcos y los camiones que allí esperaban. Era como estar viviendo el libro de Manuel Rojas – Lanchas en la bahía – viendo en imágenes cada una de esas páginas. Allí donde atracaban barcos y remolcadores a cada momento estábamos nosotros también.

Como jóvenes y enamorados la pasión era asidua a acompañarnos, por lo que normalmente terminábamos en un tórrido abrazo donde las manos se desbocaban, los besos eran increíblemente húmedos, y el calor de los cuerpos terminaba por indicarnos que era hora de irse de allí para no terminar presos por ofensas a la moral, sin perjuicio que las miradas libidinosas de pescadores y vagabundos normalmente también terminaban asustándonos, por lo que emprendíamos rumbo a algún lugar “despejado”. Así fue como en muchas oportunidades terminábamos en la puerta de su casa, a escondidas, bajo la oscuridad absoluta, donde nada se veía, sólo sentía la emoción, sólo se escuchaba la agitación, sólo se olía la pasión.

En una de nuestras salidas estábamos en la playa viendo la puesta de sol, y allí nos quedamos hasta que todo vestigio de sol se ahogó al final del mar. Habían muchas parejas al igual que nosotros, algunas más querendonas que otras, y allí estábamos nosotros, en un abrazo eterno, recostados en la arena, como si fuera un colchón infinito, pero con mucha compañía. Por esto ella me dice al oído “vámonos para la parte de abajo de la playa, allí no nos verá nadie”. Después de darle vuelta al asunto y analizarlo durante dos segundos dije “Ya!”, y emprendidos caminata hacia la parte de la playa que normalmente está en pendiente, cerca de donde revientan las olas.

Estábamos ya en la orilla de la playa, y efectivamente perdimos de vista al resto de las parejas que estaban por allí, sólo nos contemplaba el mar y la luna. Fue allí donde ella como un relámpago se monta sobre mi y comenzamos a besarnos, sólo el ruido de las olas rompía de vez en cuando el estado febril de nuestros cuerpos y nos hacía mirar hacia atrás por si la ola se atrevía a pasar los límites que habíamos calculado. Pero los abrazos te adormecen el cuerpo y los besos te dejan sordos, es la única explicación para que no hayamos sentido que la ola que había reventado era la más grande de aquella noche, y sólo pude percibirla cuando inundó mis zapatillas. De ese segundo hacía adelante sólo atiné a tratar de levantar mi cuerpo, como un arácnido se alza sobre sus patas, y con mi polola aún encima mío riéndose a carcajadas. El agua corría varios metros por debajo de mi cuerpo, y no pude aguantar más. Fue cuando mis piernas y mis brazos se derrumbaron, y dejaron caer mi humanidad sobre el agua aposada sobre la arena, y mi polola riéndose como si estuviese arriba de un bote de carne y hueso.

Una vez que logré ponerme de pie vi los resultados de aquella noche de pasión playera, y si tenía la expectativa de terminar muy húmedo, el mar se había encargado de sobrepasarla y dejarme empapado; nuca, brazos, espalda, traste, piernas y zapatillas estaban completamente mojadas y con arena. Sólo me quedaba la opción de mirar de frente al mundo, ya que si le daba la espalda vendrían preguntas que esa noche no quería responder.
 
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